viernes, 14 de agosto de 2009

EL HOMBRE DEL SELLO



Era el primero en llegar a la oficina y desde siempre el último en retirarse. Le gustaba poner todo en orden antes de empezar a trabajar. Apilaba prolijamente los expedientes, sacaba meticulosamente punta a los lápices y lustraba con fervor el cristal que cubría su escritorio. Sólo se levantaba de su asiento, durante las nueve horas reglamentarias, para entregar los expedientes ya visados. Se apresuraba sellando y firmando hojas y hojas sin detenerse un instante. Sólo faltó a sus obligaciones el día en que murió su hijo, aunque a decir verdad nadie notó su ausencia, algunos hasta juraron haberlo visto sentado en su escritorio. Era tan metódico y gris que hacía muchos años que pasaba desapercibido para todos. Él era feliz con su rutina y no extrañaba la compañía de los otros.
Ella no se le parecía en nada. Era extremadamente voluble en sus afectos. Como todas las de su especie le gustaba revolotear sin quedarse nunca en ningún sitio. Se había criado en un palomar, llena de comodidades. Cualquier otra paloma hubiese sido feliz en su lugar, pero ella, rebelde como pocas, no se conformó y emigró hacia otros rumbos. Su vida fue azarosa y llena de privaciones, pero eso era el principal encanto para ella.
Durante muchos años recordaría lo que sintió aquella tarde al conocerlo.
Ella había visto otros hombres y nunca le había llamado demasiado la atención su aspecto, pero éste era distinto, se dijo mientras lo miraba a través del cristal de la ventana. Tiene algo de palomo, pensó, y durante un buen rato, algo poco acostumbrado en ella, lo miró detenidamente. Ese meticuloso levantar el sello, entintarlo y dejarlo caer con un golpe seco contra el papel, la fascinaba. Era como un picoteo constante.
Cuando cumplió la primera semana de mirarlo con creciente amor, se decidió por fin a tomar contacto con él. Se acercó al vidrio y con su pico lo golpeó siguiendo el ritmo que él llevaba con su maravilloso sello.
Al principio él no lo notó, pero luego de unos minutos levantó la vista y la vio. Éste pudo haber sido el comienzo de una historia de amor, pero la suerte jugó una mala pasada. Él, que en ese instante iba a imprimir el sello, se sobresaltó y lo colocó torcido. Su indignación fue total, se enrojeció de vergüenza por su distracción y se juró no volver a levantar la cabeza aunque se viniera abajo el edificio.
El corazón de ella latía de excitación. La había mirado, y se juró que le sería fiel para siempre. Volvió a insistir durante toda la tarde con sus picotazos, pero él parecía inquebrantable a sus coqueteos.
En realidad, él no estaba tan indiferente. El sonido del cristal lo crispaba cada vez más y sólo su mecánica voluntad lo mantenía firme. A pesar de todo, aquella tarde se retiró unos minutos antes de lo que acostumbraba, sus nervios se estaban quebrantando.
Durante toda esa noche no pudo dormir. Cada vez que cerraba los ojos le parecía ver a ese bicho emplumado que tanto lo había perturbado. A la mañana siguiente decidió subir el vidrio de la ventana para evitar el ruido molesto.
Cuando ella descendió sobre la cornisa, se sintió desilusionada por no poder hacerle la ofrenda de su contrapunto musical. Caminó de un lado al otro de la ventana pensando cómo podría seducirlo. De pronto tomó la decisión casi sin pensarlo. Que otra cosa podía hacer que entrar. Él estaría encantado y quizá perdiese su timidez.
Él, de reojo, vio la silueta sobre la montaña de expedientes. Pero estaba dicho que era imposible este romance. Su firma, con el susto, se extendió por debajo de lo establecido. Su ira fue total; tomó el sello y con toda su fuerza se lo arrojó.
Ella se asustó un poco, no hay que negarlo, pero mientras volaba en círculos sobre el edificio se decía emocionada: “Me ama. Sólo alguien que me ama puede regalarme su objeto más querido”.
Él, por primera vez en treinta años de oficina, se levantó y fue al baño. Nadie lo vio, pero temblaba sin poder controlarse.
Ni la paloma ni el hombre durmieron tampoco esa noche. Ella emocionada y él aterrado.
Al día siguiente, él confundió el colectivo y por primera vez llegó tarde. Nadie lo notó, pero él no pudo perdonárselo. Durante toda la mañana no pudo trabajar. Sólo planeaba cómo deshacerse de su molesto visitante.
Ella, en cambio, se dio un buen baño en la fuente de la plaza y alisó sus plumas metódicamente. Por la tarde ya estaba lista para la gran cita. Sus patitas se apoyaron temblorosas sobre la ventana nuevamente abierta. Allí estaba él, mirándola con sus ojos fijos.
Fue sólo un instante.
Él se abalanzó hacia ella con sus manos como garras. Ella quiso ir a su encuentro y emprendió el vuelo. Grande fue su sorpresa al verse tomada en sus manos y desaparecer por la ventana. Mientras caían, ella se sintió feliz. Sobre el asfalto caliente se desplomó el cuerpo del hombre y cuando llegaron para llevárselo, la paloma aún seguía dándole suaves picotazos en la boca.
En la oficina nadie notó su ausencia.
Ella tardó mucho en olvidarlo.

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SANTIAGO SERRANO
Abril de l985
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